La venganza es un plato que se sirve caliente

Heglantino era un taxista como otro cualquiera. Hacía su trabajo de manera eficiente pero sin la pasión que le caracterizaba en sus primeros años como taxista. Ahora, tras 30 años en la profesión, una úlcera y una prominente barriga, Heglantino sólo pensaba en jubilarse y vender su licencia de taxista. Quería irse con su señora de viaje y ver el mundo que no se había podido permitir ver de joven.

Una noche como otra cualquiera, Heglantino recogió a dos jóvenes en evidente estado de embriaguez. Para Heglantino esto no era nuevo y se había acostumbrado a vigilar de cerca y a aguantar los importunios de los miles de borrachos que había llevado en su taxi a lo largo de su carrera. Pero, distraído como estaba esa noche, no se fijó en la mierda de perro que le dejaron en el asiento trasero sus clientes. Estaba demasiado absorto en sus planes de viajes y felicidad para percatarse de las risas nerviosas y el débil olor que llegaba desde el asiento trasero de su Skoda Fabia. Los clientes pagaron y se bajaron y no fue hasta cuando llegó a su domicilio cuando Heglantino descubrió la cagada. En ese momento algo cambió en el cerebro de Heglantino. Siempre se había movido por el mundo con una frágil dignidad, y esa dignidad se la habían arrebatado dos jóvenes borrachos. Lleno de amargura limpió el asiento trasero, tiro la mierda al cubo de basura que tenía en su garaje y se fue a la cama justo cuando su mujer se despertaba.

Heglantino tuvo pesadillas de jóvenes borrachos que cagaban mierdas gigantes de que reían de él. Se despertó sudoroso y orinado. Y, por segunda vez en el mismo día, algo cambió en la cabeza de Heglantino. Siempre había sido un hombre calmado y nada irascible, pero lo que le había ocurrido esa noche supuso la gota que colmó un vaso que se había ido llenando durante 30 largos años. Se levantó de la cama y bajó al garaje, en donde rescató la cagada del cubo de la basura y la guardó en un tupperware. No iba a permitir que se le recordase porque le llenaron de mierda el taxi.

A partir de ese momento Heglantino condujo su taxi para encontrar a los jóvenes que le dejaron la mierda de perro en el taxi. Se olvidó de su jubilación, de su mujer, de sus amigos y de su úlcera. Conducía noche tras noche con la cagada de perro en el asiento trasero. El plan era simple: cuando viera a los jóvenes, pararía, les recogería y al entrar se sentarían en la mierda que ellos mismos dejaron. Era el plan perfecto. Era el plan de Heglantino, y no iba a dejar que nadie se interpusiera en su camino.

Su obcecación le costó primero su matrimonio. Su mujer, harta de ver cómo prestaba más atención a la mierda -a la que suministraba suero fisiológico para que se mantuviera fresca y blandita- que a ella, le dejó para irse a vivir con su hermana al pueblo. Él no se percató hasta que observó que la nevera estaba vacía. Lástima, pensó. Y siguió con su plan.

Poco a poco se fue quedando sin dinero y sin amigos. El dinero que tanto tiempo le había costado ahorrar para su jubilación se fue en gasolina y en comidas de bares pestilentes. Sus amigos dejaron de llamarle. Pero él seguía firme en el plan. No cejaría en su empeño hasta encontrar a los jóvenes.

Y el ansiado momento llegó. Una noche vio a los mismos jóvenes buscando un taxi muy cerca de donde les recogió la primera vez. Todo era perfecto. Los jóvenes ni se percataron de que era el mismo taxi y el mismo taxista. No en vano habían pasado 8 años. Al sentarse los jóvenes en el asiento trasero, primero uno y luego el otro, restregaron sus posaderas contra la mierda -blanda y caliente gracias a la calefacción de los asientos-. Heglantino miraba su obra desde el espejo retrovisor. Sonriendo. Gozando. Los jóvenes, por su parte, al darse cuenta de la broma, salieron del coche profiriendo gritos y amenazas a Heglantino, que seguía sentado, sonriendo y devorado por su desatendida úlcera, que le costó la vida en ese mismo momento.

La unión hace la fuerza

No os dejéis llevar por el tópico ni por infrapensamientos derivados de lo típico del título de la entrada de hoy. Cuando hablo del poder de los arrejuntamientos masivos no me refiero a las huelgas para conseguir estúpidos beneficios sociales. Ni tampoco a congregaciones de modernos para pedir que se prohiba uno de los tesoros culturales de la moderna sociedad: morder a gorriones en la cara. Yo voy un poco más allá, e intento entender los beneficios de estas aglomeraciones de seres cantores.

La unión hace la fuerza, sí, pero ¿para qué vamos a usar esa fuerza? Es decir, una vez llamada la atención y cuando una ciudad, un país o un continente entero se encuentra expectante de oír la razón de semejante alboroto, ¿qué vamos a pedir? ¿Derechos para los humanos? ¿Derechos para los animales? ¿Derechos para los derechos? NO. No tenemos que pensar qué deberíamos pedir, sino qué debemos pedir. Rascacielos hechos enteramente de esqueletos de mapache. Burritos tan picantes que ni el mismísimo Jesús pudiera comerlos. Crear un máquina que haga que llueva gelatina de vodka. Prohibir las palomas, pero no los huevos de las palomas -pensad que, al no estar prohibidos los huevos podríamos pisotear a los polluelos nada más nacer, porque ellos sí que serían ilegales-. Se podría pedir también que cierto porcentaje del empleo público fuese destinado a contratar simios de toda clase; todo sería tan lento e incompresible como ahora, pero habría muchos más lanzamientos de heces en los edificios públicos.

Como veis, la lista no tiene fin, dazme dos palabras al azar y os digo algo por lo que luchar y pasar frío. Yo os animo. La Cúpula de la IRA os anima.

P.D.: No le intentéis encontrar sentido, ni si quiera yo se lo encuentro.

Tortuguitas: crecerán hasta devorarte

Qué bonitas son las tortuguitas esas que todos hemos tenido y matado en minúsculas peceras. Su caparoncito, su cabecita, su colita... todo pequeño e inofensivo.

No éramos conscientes de que jugábamos con fuego y nos encontrábamos al borde de un abismo tan profundo que en el fondo solo encontramos la muerte. Y aun hoy, mientras escribo estas erráticas palabras, la humanidad corre un riesgo mortal. Un riesgo que tiene cuatro patas y una cabeza retráctiles.

Resulta que las inofensivas tortuguitas no son tan inofensivas. Y es que, mientras se mantengan en un hábitat pequeño, todo va bien. Pero en el momento en que se encuentren en una pecera, cubículo u hogar mayor, crecerán en proporción al aumento de dicho hábitat. No quiero ni imaginarme las funestas consecuencias si una de estas tortuguitas llegase a mar abierto.

No lo dudes, si pudiera te devoraría a ti y a tus seres queridos.

¿Y cómo es que la tierra no ha sucumbido aun al poder de gigantescas tortugas? Por suerte para la humanidad, el tamaño del hábitat por sí solo no es determinante para el crecimiento desmesurado y progresivo de estos mamíferos. Tan importante o más es la temperatura del agua en el que se encuentren. Estos reptiloides necesitan que el agua en la que chapotean y defecan esté a unos 30 grados. Por suerte, esta temperatura no es nada común en la mayoría de los mares, pero no os extrañéis si un día de estos un telediario abre con la noticia de que 300 samoanos han sido devorados por una "tortuguita" de 20 metros que fue más rápida que ellos.

¿Solución? Algunos me tacharán de bárbaro o monstruo, pero creo firmemente que la única solución pasa por envenenar todos los mares y lagos del mundo, ya que es imposible pisotear a todas las tortuguitas del mundo y muy costoso crear una prensa hidráulica para machacarlas y crear un proteínico puré. Así pues, la advertencia está lanzada y la suerte echada. Probablemente ninguno de los jerifaltes cortos de miras que nos gobiernan hagan nada al leer esto, pero ellos serán los primeros que lloren al ver a sus seres queridos devorados por tortuguitas gigantes.